Amalia se levantaba
a las seis de la mañana y después del desayuno emprendía el camino que la
llevaba a la finca de su padre para ayudar en las pesadas tareas agrícolas y
tratar de mitigar el dolor de la reciente pérdida de su madre. A su llegada,
los buenos días a su padre encontraba el eco de un silencio ensimismado en la soledad que los dos compartían porque el
sufrimiento no necesita palabras. Amalia se encargaba de sacar el rebaño de
trescientas ovejas y pastorear a lo largo del día con su mochila a cuestas y su
perro León. A las 10 de la mañana hacía un alto en el camino para almorzar,
recobrar fuerzas y seguir en ese mundo de la naturaleza donde el olor a romero
y espliego oxigena el alma. Transcurría la mañana con paso lento y la bonanza
del tiempo apacible con la compañía del Abejaruco y la Abubilla para distraer
la mirada y ver la acrobacia de sus vuelos. El tiempo pasaba y la hora de la
comida ponía fin a una mañana que pedía descanso. Mientras, León vigilaba el
rebaño y Amalia recobraba energía después de su merecida siesta. Con la tarde
nublada hacia acto de presencia una ligera llovizna y el rumbo al encierro en
la barraca del rebaño. Braulio, su padre, esperaba a Amalia sentado en un banco
de piedra, el botijo mugriento al lado y el trago de agua fresca para aliviar
sudores y fatiga. De regreso a casa la mudez ponía acento al retorno porque el
agotamiento físico y mental debilitaba el agónico léxico. Una vez en casa,
mochilas, albarcas y aperos quedaban al pie de la cama esperando el próximo
amanecer. Braulio, devoto de las patatas fritas y huevos, cenaba al compás del
tiento de vino de bobal y mirando de reojo a la cama que pedía a gritos su
merecido descanso. Mientras, Amalia, preparaba el sustento del día siguiente
entre merenderas con el siguiente menú: tortilla de patatas, pimientos, tomate
frito, embutido y el trozo de tocino para afilar la navaja de Braulio. Eso sí,
con la sagrada bota de vino para apagar la sed de un desierto que humedecía las
lágrimas del recuerdo.
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