Atrás queda el verso, el poema, la prosa poética, el opúsculo, el aforismo, el post reclamando la difusión de la cultura y la justicia social, la crítica acerada, la ironía, el pobre de mí riqueza, el paraíso de la Avenida donde el paso lento es dueño de cortos paseos de ilustres jubilados, cafés y charlas que formaron parte de mi vida y personas que mereció la pena conocer. El pasado también, deja, amaneceres que anunciaban lluvia y con ella el ingenio que era la masa de las letras y el pan de los lectores para que la cultura acompañara el café con leche del desayuno, anocheceres en los que el frío albergaban el calor de la pasión, la primavera de la espiga verde, la amapola roja y lunas llenas y menguantes.
Llega el momento que me bajan de
la tribuna y entra mi mujer a darme el último adiós y fue eterno el momento de
la despedida, su dolor y sus lágrimas eran el epitafio a mi vida y le recito en
el más estricto recogimiento, este verso de la poesía del Tren Expreso de Ramón
de Campoamor: “¡Adiós, adiós! ¡Como hablo delirando, no sé decir lo que deciros
quiero! ¡Yo solo sé de mí que estoy llorando, que sufro que os amaba y que me
muero!
Por último, entro al lugar del
responso y el recuerdo es inevitable: Juan García, Valentín Fernández, Vicente
Calvo, Miguel Oleaque, Javier Grau y otros a los que la memoria no responde.
Antes de entrar al fuego que te
convierte en cenizas, me despierto de la pesadilla y con esa opresión me libero
de la muerte para volver a la vida.
“Vivo sin vivir en mí, y tan alta
vida espero, que muero porque no muero”, Santa Teresa de Jesús.