Antonio se asomaba al puente de buena mañana, y con su mirada pulcra y triste escuchaba el rumor de la corriente del río, pasaba el tiempo ensimismado viendo como salpicaban las gotas en el océano de su soledad. Antonio era silencio y el ruido nostálgico de aconteceres del pasado, entre la quiebra de la memoria y la palabra esquilmada por el exilio de su aislamiento durante muchos años de la sociedad. Y la sociedad de él. Vivía solo en su encierro voluntario, para que en ese tiempo de su clausura encontrara la comodidad de la intimidad y su propio desierto.
Era día de cobrar la pensión y Antonio dejaba los aperos
diarios para lucir su camisa a cuadros, su pantalón con arrugas de su ausencia y
sus sandalias marrones para mitificar tan importante día. No era él y no era otro. Sus pasos lentos
anunciaban una vida hipotecada al ostracismo y su regreso del banco era la
alegría contenida de un júbilo lastrado. Al mes siguiente volverá el lujo de su
camisa a cuadros, y un cuadro barroco sin luz y con sombras.
Llenaba su carretilla de garrafas vacías blancas y negruzcas
del paso del tiempo, y la mugre que certificaba el hábito del desorden y
cargaba agua clara y limpia para apagar la sed de una garganta de amargos
tragos. El exceso de la carga no era la renuncia a su lucha permanente, para
hacer del letargo de su vida el latifundio de un vía crucis sin cruz y con
ella.
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