Recuerdo los
atardeceres en mi pueblo pescando en el rio.
Evocar aquellos
momentos es estar rodeado de juncos, sargas, libélulas y vida adormecida.
La merienda que
llevaba mi madre formaba parte de momentos inolvidables, tal vez, únicos.
La tarde era el
festín del día y los cangrejos, barbos y truchas el alimento que proporcionaba
la dedicación tan sublime, era mi liberación de la escuela.
La familia formaba
parte en sus paseos por aquellos caminos de tierra que era el permanente adiós
y hola entre el gorjeo de vidas con alas.
Los majestuosos
chopos con sus ramas verdes ponían la sombra en calurosas tardes.
Mientras mi padre
trabajaba en su huerto, que era su Getsemaní, donde dejó ríos de sudores. Allí
hubiese cavado su tumba.
El ruido del rio,
solemne, era la caricia del silencio.
La estrecha acequia
transportaba el alivio de la sed de áridas tierras.
Acabada la tarde y
rumbo a casa, pensaba en el día siguiente sin dejar de pensar en la escuela,
dictados, quebrados, el Ave María y el Cara al Sol. Era feliz con mi
ignorancia.
Encender la lumbre en
casa era el calor que vencía el frio y el candil alumbraba la oscuridad con su
diminuta llama.
Algunas noches dormía
en casa de mi tía Paca y no me vencía el sueño hasta que su marido, el tío Juan,
no regresaba del Café para preguntarle si había ganado la partida de Tute.
Cuando ganaba sentía una alegría especial. Me estoy durmiendo.
Even, me ha gustado muchísimo este post , me he sentido identificado, con el , pues cuando estaba en Madrid estudiando, mis padres me mandaban a la vereda a segar alfalfe, para los cerdos, esa era mi faena durante los veranos, que recuerdos... un abrazo
ResponderEliminarPaco: me alegro de verte por aquí y que te guste el post. Hay recuerdos imborrables. Un abrazo.
EliminarAunque no me veas , si los leo, casi todos, un abrazo
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