Mi infancia fue un pasaje de mi vida que siempre me lleva a los lugares donde los viví para rememorar la excelencia de aquella época como un autentico tesoro. Hay añoranza porque los momentos vividos son únicos y la delicia de ellos constituye revivir días inolvidables, recorridos que fueron el alma de la felicidad y evocarlos contagia el espíritu del sentimiento. Eran años de la traumática posguerra, sin que la edad permitiera ver la cara y la cruz de episodios que se fraguaron con el dolor. Los recuerdos se multiplican entre la escuela, los maestros de turno, Doña Concha, D. Nicolás Lorente, D. Julián Junquero y los inolvidables recreos que aliviaban el estrés de la clase con los juegos habituales y la pequeña liberación de ataduras necesarias que redimían la ansiedad. Rezar el Ángelus a las 12 de la mañana era de obligado cumplimiento: “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tu eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte Amén”. El respiro que producía el Ángelus anunciaba un dictado, el fin de la mañana y la algarabía de la libertad.
Las tardes formaban
parte del ritual de todos los días con las farragosas materias de gramática,
aritmética y geografía pensando en que el reloj avanzara y pusiera fin cantando
el “Cara al Sol” en la época de sombras. No estaba Franco pero Franco estaba.
El entretenimiento de la tarde era la caña y la pesca, y sin perder la vista al
corcho para ver si algún incauto pez picaba en la lombriz y haciendo alarde de
paciencia. La merienda era otro requisito indispensable –bocadillo de
sobrasada- para aguantar la ardua faena
sentado en la orilla del río. Mi madre, mi tía Pilar, mi tía Paca, mi tía Secun
y mi abuela Castora a escasos metros del río, en el Trinquete pasaban las
tardes entre el dedal y el huevo de madera remendando calcetines y pensando en
la cena y la comida del día siguiente. Mientras el tío Juan suministraba el
pienso a las gallinas con el trigo, cebada, pan, verduras y a su vez recogía los huevos que habían
puesto. Cuando anochecía ponía fin a la tarde -no de buen gusto- y era poner el
final del placer diario.
Muchas noches me
quedaba a cenar y a dormir en casa de mi tía Paca y Juan y nunca olvidaré
aquellas patatas fritas en sartén de tres patas, los huevos fritos y las
longanizas de Jarque. La cena era una delicia y compartirla con ellos lo
sublime. Acabada la cena mi tío Juan se iba al casino porque la partida de
truque formaba parte del ritual de todas las noches y yo esperaba en la cama
sin dormirme para preguntarle a su vuelta si había ganado y con quien había
jugado. Me dormía tranquilo cuando me decía que había ganado que era lo
frecuente en él.
Mi tía Paca era una
enamorada de la poesía y con frecuencia la escuchaba recitar con una dulzura
inigualable el “Tren Expreso” de Ramón de Campoamor haciendo momentos
irrepetibles. En la memoria ha quedado la excelencia de su sensibilidad, su
ternura, su tenue voz y la exquisitez de formas y maneras que dejaron huella
junto a su fiel toca negra.
Muchacho estas escribiendo de vértigo y hay que reconocerlo.
ResponderEliminarLiteratura de la buena MAESTRO.
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