A las cinco de la tarde en el
estrecho callejón de su domicilio y sentado en una piedra, Juan consumía los
minutos de impaciencia esperando a Adela mirando al río, escuchando el ruido de
su corriente y viendo revolotear a los patos en el agua. Mientras, la siesta se adueñaba del balsámico
silencio que requerían esas horas. Cuando llegaba Adela el calor del verano se
fundía en otros calores y el amor daba rienda suelta a la pasión incontrolada y,
la fogosidad ponía acento a los sudores y al éxtasis del delirio del placer. Apagado
el ímpetu y recuperado el color de la epidermis de los amantes, los patos
seguían en templadas aguas, aleteando los gorriones y la piedra con una capa de
humedad para refrescar el árido aposento.
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