Érase una vez un sacerdote
de pueblo, orondo, de aspecto dejado y de higiene dudosa. Hablaba en la Iglesia
de Jesús, de sus discípulos, de evangelios, de profetas, de la última cena y de
lo importante que era dar para recibir. Era el sacerdote, cura. En el
intermedio de la misa pasaba el cepillo (como manda la Santa Madre Iglesia)
para que los fieles de la hipocresía esperaran el milagro de la recompensa. En
ese lugar de devotos y oración en el que nadie se tapaba la cara pero que no se
ve el alma, murieron muchos sin ella. Aquellas limosnas, en busca del maná las
utilizaba el representante de Dios en la tierra, en chupitos de Cardhu y
Chivas. Todavía quedan ignorantes.
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