Me gustaría conocer
la pobreza andando por calles y plazas, viendo el anochecer que sería el amanecer de
todos los días. Sentarme como muchos en el banco rígido de madera, la piel
pegada al calor de la sabana de cartón y el estómago pidiendo clemencia. La
triste vida de un mundo marginal, que siempre me llamó la atención por ser un
colectivo que a veces carece de ella. La vida de personas que se sirven del
plato del contenedor, del harapo, de los que tiran y no dan. Vidas ejemplares
de humildad, sencillas en el holocausto de la dignidad. Vidas que anuncian con
su mirada el desconsuelo, la angustia y la tristeza como único bien de amargos
males. Vidas que en el mejor de los casos hacen de su techo los cajeros de
Bancos, la pobreza a los pies de la riqueza. Vergüenzas con mayúsculas para ver
y no ser vistas. Me gustaría transitar por ese mundo saboreando el hambre, con
la escarcha de la mañana en la barba y el perro a mi lado, que es lo más leal
que me he encontrado en la vida.
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