Cuando el calor de
la tarde remitía, Vicenta se acercaba a la finca de su padre y, no exenta de
sudores por el largo recorrido, a su llegada al feudo le esperaba el banco de
madera para recobrar fuerzas y ayudar a la recogida de hortalizas que su padre
cuidaba con esmero. La tierra árida hacía posible que Vicenta tarareara: “Agua
junta riega el prao”. La lluvia se convertía en el mayor deseo de Aniceto para
que su hacienda dejara de ser un latifundio de secano. Vicenta, aliviada por el
trago de agua del botijo y agobiada por los mosquitos, llenaba la cesta de
mimbre de lo que daba el día pimientos, tomates, pepinos, zanahorias, lechugas,
acelgas y espinacas. Eran tiempos de otras sequías y la recolecta menguaba
algunas necesidades no evitando privarse de otras. A su regreso, Vicenta la
esperaba su madre Bernardina con mirada triste para ingeniar con las verduras
la cena a la luz del candil y mantener la perenne vigilia. Mientras, Aniceto, pañuelo en mano, se secaba
el sudor de la frente y, amante de la literatura, llevaba unas cuartillas
amarillentas en su carpeta escritas a máquina por su primo Lorenzo y a la
sombra de unos chopos se entretenía
leyendo a Lorca y mataba el tiempo entre verso y verso, el tiempo que le faltó
al poeta.
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