Doy comienzo a un final. Me
asomo al pasado para relatar la memoria histórica de Mira, con prudencia,
determinación y al cabo de muchos años tratar de hacer justicia a quienes de
una forma vil perdieron la vida para ganarse hoy la pobreza de este
reconocimiento, que aunque pobre exalta la grandeza de la lealtad a unas ideas.
Asomarse
a la tragedia es vivir con ella, ser partícipe de episodios dolorosos que
costaron vidas, anestesiaron otras, y morir viviendo en ese complejo mundo que
bien merece el recuerdo y el olvido. Rememorar nombres, fechas de sus
muerte y lugares, invitan a la templanza, para ver desde la objetividad ese río
de sangre que produce una sensación de asfixia, y hace definir a una sociedad
insólita, y en la insolencia de personas asentadas en la ignorancia, el odio,
econos y desdenes. No es un plato de
gusto este relato, ni un pasaje bíblico, ni una vista panorámica, ni se pierde
la mirada en una cascada de agua viendo cómo salpican las gotas. Aquí salpican
las gotas de sangre, sangre derramada por personas con ideas distintas y cuyo
pecado hizo posible la barbarie de matar para que la historia de Mira se nutra
de malhechores. Aquella parte de la sociedad, era una sociedad arbitraria,
intolerante, y proclives al esperpento ideológico. Devotos del sectarismo donde
el ser humano muestra la concordia de lo intransigente, y las carencias de un
pueblo en el trapecio de la cultura. Nadie tiene derecho a matar, nadie que no
engendra en sus venas el veneno que mata y deja vida. Veneno había, vida para
matar y asesinos. Y para la posteridad queda el hecho más cruel y siniestro en
la historia de un pueblo en su periodo
álgido de la falta de alma. Este relato
conmovedor, de profundas raíces, tiene en su contenido el alma, el espíritu y
la letra de la defensa de la vida, la defensa de la razón, para que aquellas
malas conciencias queden enterradas en el silencio de este ruido. No
hay razones morales ni legales para quitar vidas, pero si hay moralidad para
dejar en la historia, hechos que acaecieron durante la guerra civil, y que
fueron el detonante de familias destrozadas para que el resto de sus días,
vivieran la angustia y la desesperación de la pérdida de sus seres queridos. La
historia está para contarla, para respetarla y para no faltarle el respeto.
Y más allá de otras historias no contadas, que no merecen crédito, ni aportan
ningún rigor, esta historia se fundamenta precisamente en la seriedad y en la
contundencia argumental, para no pertenecer al partidismo descarado, la desidia
y la falta de honestidad. La historia debe ser el rigor, el contenido de una
etapa que deja para la posteridad hechos y desechos de tiempos que hacen la
historia, y que no se puede manejar al antojo y al capricho de la subjetividad.
Cuando
estamos hablando de muertes innecesarias se impone la cordura, el respeto, y no
cabe divagar ni mucho menos enviscar, para tener que decir a iletrados que la
verdad no se puede esconder. No se puede alongar el irrealismo, lo
desgraciadamente cierto es que en Mira asesinaron a trece personas, trece vidas
algunas de ellas en el albor del amanecer, trece vidas cuyo número fatídico
merecen hacer para el tiempo, para que en ese tiempo desconocido para muchos,
puedan conocer que hay memoria histórica, y merece formalidad y el juicio que
cada ciudadano quiera hacer. Menoscabar es algo que no cabe cuando estamos
hablando de sangre derramada. Lo que sí es necesario es aprender de la
historia, y pasados ya 75 años, todavía se vive con el caldo de cultivo de las
Españas separatistas, de rojos y azules que componen el menú que no es
precisamente exquisito.
En la memoria histórica de Mira hay una persona cuya
conducta de valentía no puede quedar en el olvido. Me refiero a ANTONIO
MARTÍNEZ ENCINAS, conocido también como el “cantador.” El 5 de octubre
del año 1936 fue citado por el Comité preguntándole si estaba dispuesto “a
votar el asesinato de 40 vecinos del pueblo”, y ante su negativa fue echado del
lugar. Al día siguiente fue nuevamente citado con los mismos propósitos y
negándose de nuevo, decidiendo el Comité retirarle el carnet y la escopeta. El
9 de octubre se insistió de nuevo encontrando una vez más la negativa y la
fatídica noche en la que se asesinaron a 11 personas las milicias de Utiel.
Este pasaje de la historia es merece4dor de detener el tiempo, para echar la
mirada atrás, y admirar el comportamiento de ANTONIO MARTÍNEZ ENCINAS,
que por derecho propio se hace acreedor al respeto, y a levantar ese silencio
que durante 75 años ha estado enterrado. Quizá la admiración sería nimia ante
semejante actitud, pero no olvidarlo, sería la justicia de lo que tantos años
ha sido injusto.
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