La
solidaridad con los inmigrantes es deprimente. Ignorar lo obvio es estar
aparcado en un mundo donde perece la dignidad. Las personas tienen el derecho a
vivir con el decoro que se les niega. El ser humano rebosa de estéril humanidad
y propicia que este colectivo, sin patria y sin pan, tenga que recorrer el
penoso camino de las limitaciones, trabas y obstáculos para que la contrariedad
sea la mochila del viaje. De obligado
cumplimiento es hacer un hueco a los refugiados sin refugio, ese mundo atrapado
en la cruel espiral del desentendimiento y de conciencias congeladas que miran
y no ven. Ayer, seguramente, la lluvia limpiaría el alma de algún predicador que, ajeno a la
desventura del prójimo, hizo bueno el pecado faltando a la razón, la verdad, la
conciencia recta y atentar contra la solidaridad humana. En el pecado llevará
la penitencia.
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