En el verde jardín
de su placentero Edén, Amalia tomaba el sol en las mañanas veraniegas en su
cómoda hamaca cuidando su piel tersa y fuliginosa con cremas solares de la
prestigiosa firma de Helena Rubinstein. En su paraíso privado Amalia compartía
con su perro Cobi un Labrador retrevier, la excelencia de la brevedad de
acaloradas mañanas. En la mesa al lado de la hamaca una coctelera enfriaba el
champan francés Dom Perignom que degustaba -solía decir- el oro líquido de sus
caprichos. Exquisita en sus gustos dedicaba el tiempo de las tardes a la
lectura de filósofos franceses Voltaire, Diderot y especialmente René
Descartes. Aunque su verdadera pasión era la Historia de Egipto de la que
hablaba con exaltación de las pirámides de Guiza, La Gran Esfinge, las tumbas
del Valle de los Reyes y el Templo de Karnak. Si asombraba por su belleza,
fascinaba por sus estudios y conocimientos. De la vida política era
tremendamente moderada y solo a los más próximos hablaba de su admiración por
Chales de Gaulle. Al marcharme de su villa volví la mirada atrás y por un
momento pensé que en su dorada cárcel el olimpo estaba fuera de ella.
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