En la estrecha
salita de estar y en su mesa camilla con brasero, Elisa hacía frente a la
mañana invernal calentándose los pies al abrigo de la falda y generando calor
al alma leyendo el melodramático “El Tren Expreso”, de Ramón de Campoamor.
Elisa, devota del poeta, exaltaba con descompresión del énfasis la carta de
amor que deslumbra en un pasaje memorable de la poesía en el que el poeta
escarcha las palabras con el rocío fresco de la mañana para que el amor, la
ternura y la pasión queden encriptados en la piel del latido del corazón. Elisa
pasaba las horas aislada en su refugio sacramental con el libro en las manos
recitando algunos versos del insigne con una sensibilidad especial y al abrigo
de un auditorio lleno de silencio. Era el desayuno preferido de todos los días.
La vieja puerta dejaba una rendija para que el oído colmara la felicidad de
escucharla y en otro silencio el nudo oprimiera la garganta y las lágrimas el
afluente del mar de sus sentimientos. Su refugio trasmitía un halo de
misticismo y el fervor de Elisa a su admirado se hacía notar cuando en su
profundo recogimiento recitaba en el esplendor de la soledad la primera estrofa
de la carta: “Mi carta que es feliz pues va a buscaros/Cuenta os dará de la
memoria mía./ Aquel fantasma soy que, por gustaros,/ Jugó a estar a vuestro
lado un día”. Y estremecía escucharla con la crudeza del final: ¡Adiós, Adiós!
¡Como hablo delirando, no sé decir lo que deciros quiero! ¡Yo solo sé de mí que
estoy llorando, que sufro, que os amaba… Y que me muero.
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