A temprana hora de la mañana, Andrea
escuchaba música de violines y viola, por la que sentía auténtica veneración,
y, a su vez, liberadora de angustias y compañera inseparable del bálsamo de la
paz. Sus sonidos mágicos rompían rutinas anquilosadas en el tiempo y elevaban
la autoestima en su pequeña salita de
estar que era para ella La Scala de Milán de sus estelares conciertos. A Andrea
le invadía la emoción con los recuerdos afines a sus padres y las lágrimas
irrumpían con frecuencia en el cauce abajo de sus mejillas para exaltar la
altura de la nostalgia. Su padre, Albino, era gran admirador de Niccolo Paganini
y su madre, Edena, era admiradora de Heinrich Wilheim cuando interpretaba “La
última rosa del verano”. Terminada la sesión matinal, sin las escalas veloces
del sonido del violín, salía a su jardín con paso lento para acomodarse en su
sillón, escuchar la sinfonía en el cielo abierto de los pájaros que era música
celestial y pasar el día mirando el brillo del sol a la sombra y leyendo la
Biblia con la majestuosidad del silencio.
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