A las ocho de la
mañana, Bonifacio, ataviado de su refajo, su boina y sus albarcas, daba
comienzo a sus tareas en su fértil huerto que, como bien decía, era su tierra
prometida. Bonifacio era un hombre de constancia y esmero en su trabajo y la
exclusividad de su vida a la entrega de abnegadas labores, era objeto del
reconocimiento popular. Como gran experto en el mundo de la agricultura, era un
referente de pueblos limítrofes y observadores para emular al científico de
tierras productivas de excelentes cosechas. La meticulosidad de Bonifacio era
tal que los riegos los hacia siempre a la misma hora, el abono lo hacía en días
impares y hasta la hora de cavar tenía su horario. No dejaba nada a la improvisación
y de ahí la excelencia de su producción. La recogida de la cosecha la hacía en
canastas y en su planta baja exponía en espuertas para su venta: tomates,
pimientos, cebollas, pepinos y patatas de su sagrado vergel. Su señora, que era
encargada de las ventas, atendía a los clientes con auténtica delicadeza y
amabilidad, quizá su nombre, Prudencia, era el origen de las buenas formas y
con su paciencia habitual llenaba el faldar de dinero que era también la otra
cosecha que daba el tiempo.
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