El silencio
profundo se rompía cuando Devora se levantaba, al albor de la mañana, para dar
comienzo el día con la sagrada obligación de atender a su madre que, permanecía
en cama con una parálisis que le impedía cualquier movimiento. La exquisita
Devora perfeccionaba todos los días la ternura y el beso a su madre al amanecer
y los buenos días formaban parte del calor de la fría noche. Cuando le
acariciaba la mano se fundía la piel con el alma y el mimo a Gabriela era el
bálsamo constante y alivio de interminables días. El desayuno, por su estado,
era dificultoso, pero la paciencia de Devora superaba cualquier obstáculo. ¿Cómo
has pasado la noche mamá? Los gestos de su cabeza era el anuncio de su evidente
malestar. A Gabriela, con las dificultades propias de su inmovilidad, le vencía
el desánimo y, solo su fe en Dios era el antídoto de su sufrimiento y la
esperanza sin ella. Transcurría el tiempo al compás que su paso arrugaba una
vida prolífica de buenas obras. En las
paredes de su pequeña habitación colgaban cuadros místicos del pintor Ernets
Descals que escenificaban su devoción por el arte y la pasión religiosa. En su
mesita de noche adornaba un viejo pergamino con el Padre Nuestro y una firma
con letra ilegible. Tal vez, Gabriela tenía esculpidas en las paredes del alma las
huellas de las heridas de la vida y la medicina para su cura: la solemnidad de
la eternidad. Cuando le digo adiós a Devora la mirada pone atención a los
pliegues de la cortina de su ventana que contrasta con la tez tersa de la
octogenaria y por la rendija de añeja
madera entra un hilo de luz en la oscuridad de una vida. Cierro los ojos y se
abre el misterio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario